por Alonso de Blanco
La corrupción está más cerca de
lo que parece. No hace falta visitar la casa de Rodrigo Rato o afiliarse a un
partido político para encontrarse con ella, pues basta con comprobar que cada
uno de nosotros somos también un poco corruptos. Esto lo recordaba hace poco un
sacerdote amigo mío a un grupo de estudiantes universitarios. Mi amigo
sacerdote les animaba a llevar una vida radicalmente cristiana y advertía de
que ninguno está libre de la suciedad que anega a nuestra patria. En concreto,
mi amigo les decía a estos estudiantes que cada vez que mentimos –aunque sea la
más ínfima mentirijilla- nos convertimos en corruptos.
En nuestras propias vidas todos
hemos experimentado los males que acarrea la mentira. La mentira deshace los
lazos de amistad y corrompe la comunidad. La mentira destruye el amor y
esclaviza al hombre. La consecuencia es terrible, pero cierta: cuando alguien
nos miente resulta muy difícil volver a confiar en él. La mentira es tan mala
que incluso los modernos han pretendido construir su percepción de la realidad,
más falsa que Judas, en base a la mentira. “Las apariencias engañan”, dicen. Frente
a esta idea, recuerdo ahora que un profesor de Filosofía, interesado en que comenzáramos
a buscar la verdad, nos hacía repetir a sus alumnos: “Las cosas son lo que
parecen, las cosas son lo que parecen, las cosas son lo que parecen”.
La mentira, si no se para a
tiempo, crece sin remedio. De lo micro a lo macro. El efecto bola de nieve de
la mentira lo vemos muy claramente en el asunto, denunciado en varias
ocasiones, de la secta Yunque. Perdónenme si vuelvo sobre el caso, pero es muy
ilustrativo. El Yunque utiliza la mentira. No sólo como método para ocultarse
sino también como medio de acción. Incluso se mienten también entre ellos. Sus
jefes les proporcionan información falsa, sin saberlo el yunquero de a pie, para
que si algún día deciden dejar la secta y “cantan” contaminen la información
buena de que disponen. De esta forma, pueden llegar a pensar que tal persona es
compañero suyo de caperuza, cuando en realidad no lo es. Y si lo piensan ellos,
imagínense la gente normal que ve cosas raras pero no sabe a dónde apuntar con
el revólver. Todos sospechamos de todos. Sus mentiras comenzaron con nimiedades
y hoy son un motivo de honda preocupación hasta para los obispos. El Yunque está
corrompiendo la actividad social de las diócesis y paraliza (otro de los
efectos de la mentira) la militancia de muchos católicos.
Llegados a este punto, y sin
ánimo de ponernos nostálgicos, muchos recordamos cómo nuestros abuelos
valoraban la lealtad y la nobleza. Quienes se mantenían en la verdad y
despreciaban la mentira eran admirados. Por eso se tenía cariño a los
carlistas, que llamaban “al pan, pan y al vino, vino” con contundencia. Si
había que ponerse en pie para dar la cara eran los primeros en hacerlo. Hay
quien ha visto en ello el espíritu de la caballería medieval. En realidad, más
allá de similitudes con otro tiempo, a los carlistas les bastaba con saber que
la mentira ofende a Dios.
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