por Antonio
Rivero
En la política suelen haber dos niveles que
se relacionan y se refuerzan entre sí. El nivel de las decisiones, que son
propias de las agrupaciones de acción política que aspiran a ostentar el poder.
En este nivel se encuentran las campañas electorales o la gestión de
organizaciones estatales. También son las propias del gobierno y los
gobernantes o las de los grupos que se oponen a un estatus social. Es el
verdadero nivel político. Sin embargo, hay un nivel inferior, prepolítico, que
si no se cultiva, se requiere de la revolución para triunfar. El nivel de las
tradiciones. Ya he hablado de esto en un artículo anterior. El nivel de las
tradiciones es aquel que crea estructuras y cauces para la decisión política,
no solo de aquellos que ostentan el poder público, sino también de aquellos que
participan de la sociedad como ciudadanos.
Es importante que entendamos que ambos
niveles son fundamentales. Del mismo modo en que un niño necesita en su
educación normas y virtudes personales, asimismo, en la sociedad se necesitan
leyes y tradiciones políticas y sociales para su desarrollo. Cuando no se
ostenta el poder, las tradiciones incuban el cambio. Cuando se posee,
posibilitan la decisión y la fortaleza de la nación.
El carlismo en este punto puede hacer examen
y percatarse de que no posee ninguna de estas cualidades. España, en su
conjunto, ya no posee la mayoría de sus tradiciones y estructuras centenarias,
sino que las ha perdido por culpa de un proyecto revolucionario y democrático
que viene desde 1812 destruyendo nuestra Patria. Ahora, no como en el siglo
XIX, no poseemos sindicatos carlistas, ni ejército propio, ni estructuras
jurídicas tradicionales en tiempos de guerra. Somos pobres hombres que no
tienen voluntad de poseer una corte y posibilitarle a un Rey el gobierno de sus
legítimas tierras, que son las nuestras y que nos han sido usurpadas por la
ideología y el mercado. En este punto trágico, cabe preguntarse qué podemos
hacer ahora, cuando lo miserable del asunto llega a cotas inimaginables para
nuestros predecesores.
En mi opinión toca la profesionalización de
las actividades de los carlistas en política. Nadie entrega su vida a una causa
que no le compromete vitalmente. El compromiso vital no solo es un compromiso
moral, sino que también incluye las necesidades materiales. En ese sentido, si
las pocas iniciativas que tenemos no las profesionalizamos y no buscamos en
ellas un negocio autosostenido y rentable, donde quepa la contratación de
personal, llegaremos al punto de la extinción. Las tradiciones públicas no
nacen de la afición a unas ideas políticas sino a un compromiso con la familia
y la comunidad. Las instituciones son medios para organizar el espacio político
y económico en pos de un cambio moral. El cambio ético solo puede postularse
cuando es viable económicamente. Por eso, solo puedo exhortar a mis
correligionarios a que busquen modos para profesionalizarse y a poder vivir
haciendo una España carlista. El Carlismo no puede convertirse en un hobbie y la única manera de conseguirlo
es que sus múltiples estructuras consigan mantenerse en el plano de lo
económico sin las aportaciones filantrópicas de sus miembros. No podemos
esperar captar unos cuantos votos para conseguir una subvención pública.
En este plano nos toca mucho que aprender de
los capitalistas. Aprendiendo de la economía liberal y de lo efectivo que sean
sus métodos en ciertos planos, nos permitiremos a nosotros mismos corregir una
teoría económica perversa por medio de los hechos. Conseguiremos este éxito en
la medida en que familias enteras vivan de su actividad dedicada a sostener el
Carlismo.
No obstante, esto presenta la siguiente
complicación. Sin la firme pertenencia a una lealtad política y la plena
conciencia de que se lucha por España, el proyecto se convierte en una
pantomima. Lo que se busca es estructurar la vida social de tal manera que
empresarios, trabajadores, pobres, viudas, ancianos, jóvenes, sindicalistas… se
consideren parte de un único orden político, cada uno con sus propias sensibilidades
y proyectos. No se busca una estrategia, sino favorecer la vida pública. Y eso,
y siento tratar este tema, no puede conseguirse sin una autoridad a la que se
pueda ser leal. La autoridad y el gobierno permiten organizar el todo social,
su vida íntima de costumbres y normas, en un objetivo común. Pero nuestro gran
problema es que no contemplamos la posibilidad de ceder en lo práctico para
avanzar en lo político. La cesión de la que hablo no es la del conservadurismo,
la de moral fundamental… sino la dinástica, la de distintas sensibilidades
dentro del carlismo, la posibilidad de ser políticos y poder funcionar
autónomamente del beneplácito de la jerarquía.
Hablo de la posibilidad de tener un Rey y la
posibilidad de construir iniciativas que en el orden social puedan favorecer la
asistencia de los necesitados. Hablo de recuperar lo que la Iglesia perdió en
la desamortización y en la crisis de vocaciones del Concilio Vaticano II. Si la
Iglesia ha perdido sus estructuras de asistencia, a lo mejor el Carlismo tiene
que recuperar España para los españoles, favoreciendo su cristianización. Pero
eso solo puede hacerse desde el trabajo comprometido. Y lo siento, pero trabajo
sin implicaciones económicas no es trabajo serio. Todo el mundo necesita comer.
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