Ese es el
título de la voluminosa novela que ha publicado Juan Manuel de Prada; la última
por ahora.
Centrada sobre
la conocida hazaña de los resistentes en Baler, “los últimos de Filipinas”, se
desarrolla a lo largo del bienio en que concluyó la dominación de España en
aquellas islas.
Contiene mucha
historia pero, como novela, muchas de sus páginas son fruto de la imaginación
del autor. El contexto histórico en que se desarrolla es conocido. En nuestra
opinión, la inclusión en la misma de personajes y episodios que se salen de lo
verosímil puede inducir al lector a creer que otros hechos, rigurosamente históricos,
no ocurrieron en la realidad.
Ateniéndonos a
esa realidad, la novela nos recuerda la enorme culpa que el liberalismo y la
restauración alfonsina tuvieron en la forma con que España abandonó el
Archipiélago. Mala para los españoles y funesta para los filipinos. Mérito del
autor es recordarnos una verdad que pocos dicen.
Como hechos
conocidos, pero que conviene recordar, nos cuenta cómo los soldados movilizados
pertenecían, exclusivamente, a las clases modestas. Quienes tenían dinero
podían librarse de la movilización pagando una cantidad. El vacío que dejaban
se cubría con más pobres. Y eso en un sistema que alardeaba de traernos la
igualdad. Estando en vigor una constitución que proclamaba que todos los
españoles tenían el deber de acudir a la defensa de la patria. Lo que demuestra
que, tanto ayer como hoy, las elásticas constituciones liberales se adaptan a
los deseos de los poderosos. Refleja, y ahí no creemos que el autor haya
cargado tintas, las inhumanas condiciones en que la tropa era llevada a
aquellas lejanas tierras.
La
desmoralización de la tropa era manifiesta. Con respecto a Cuba (y suponemos
que sería lo mismo en Filipinas) sabemos que los soldados no se recataban en
manifestarla. Cantaban un himno que en uno de sus pasajes decía: “el gobierno
os servirá de guía y luz” y lo soldados, con un grito unánime, añadían:
“¡mentira!”. Eso cuando desfilaban en Cuba, en un acto evidente de
indisciplina. Y también, ya repatriados y licenciados, cuando coincidían unos
cuantos.
La gran verdad
es que la acción civilizadora de Filipinas recayó fundamentalmente en las
órdenes religiosas. Los gobiernos liberales y masonizados, utilizaron las islas
(al igual que en Cuba) como una mina para los ineptos funcionarios que allí
enviaban. Mucha libertad, igualdad y fraternidad en los papeles, pero en la
práctica “coger donde hay”. La rebelión tagala era inevitable. Pero no se
rebelaban propiamente contra España, sino contra sus gobiernos liberales que,
con su política, ofendían los principios que los frailes les habían inculcado.
La novela de
Juan Manuel de Prada nos lo pone de relieve. Antes de leerla uno considera la
rebelión como una lucha de filipinos contra España. Y piensa en éstos como
enemigos. Después de leerla, los enemigos se convierten en hermanos. Se empapa
de la idea de que filipinos y españoles fueron víctimas de los gobiernos
liberales de la Restauración.
La esencia del
liberalismo es la ruptura de vínculos, la siembra de la discordia. También
rompió los que unían a filipinos y españoles (extendamos eso a cubanos y
españoles) Seguramente que la independencia de las islas era inevitable. Pero
se podría haber hecho en otras condiciones. Sin guerra y sin los males que
conlleva y manteniendo vínculos.
Porque
Filipinas no alcanzó la independencia. Fue entregada a la potencia occidental
más agresiva e imperialista del orbe por una cantidad de dinero que nadie supo
a dónde fue. Apunta el autor que, después de luchar contra los españoles, los
filipinos se enfrentaron a los invasores americanos.
La novela ha destruido
la idea mítica que teníamos de la resistencia de Baler. Pero nos ha reafirmado
en la gloria de la obra de España. Gloria que se ha podido apreciar estos días
contemplando la recepción, única, que se le ha hecho a Su Santidad. Allí sigue
España.
Carlos Ibáñez
Quintana.
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