por Miguel Ángel Bernáldez
La palabra idiota nos viene del griego “idiotes”, para
referirse a aquel que no se ocupa de los asuntos públicos, sino solo de los
asuntos propios. Los griegos pensaban que “si tú no te gobiernas, otro lo hará
por ti”. Por eso la palabra idiota ha pasado a tomar el contenido peyorativo
que tiene. Y qué duda cabe que, hoy en día, en España hay mucho “idiotes”,
muchísimo, que no se da cuenta que hay otros que les están gobernando, los
están manipulando y moviendo como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles.
También esto tiene un gran contenido de egoísmo: “yo me
ocupo de lo mío, que ya habrá otros que se ocupen de lo de todos”, y no se dan
cuenta que esto es como ir en un barco que empieza a hacer agua y que, en vez
de colaborar todos juntos a tapar la vía de agua, alguien dijera, no, yo me
ocupo sólo de mi camarote, de tenerlo limpio, ordenado y confortable, sin
percatarse de que si el barco se hunde, él se va a hundir con su camarote, que
habrá dejado de estar limpio y confortable. Es un idiota.
Además, los católicos especialmente estamos llamados a
colaborar al bien común, cosa en la que insistieron muchos Papas, como León
XIII, San Pío X, Pío XI, Pío XII y como después insistió el Concilio Vaticano
II o Pablo VI. Inculcaron con gran fuerza el deber de los católicos de
colaborar al bien común de su pueblo, valorando en alto grado la actividad
política y social y encareciendo su necesidad.
Y hay que recordar que lo uno no haga, se queda sin hacer, y
que Dios nos ha creado uno a uno, y espera de nosotros algo muy concreto que no
lo espera de ningún otro, por muy insignificante que parezca. Todo suma, todo
es necesario y todo tiene su importancia.
Aquí viene a cuento recordar lo acontecido a Ricardo III de
Inglaterra en la famosa batalla de Bosworth que en 1485 contra su rival y
sucesor Enrique VII. Esta historia tiene muchas versiones, la más famosa fue la
que dramatizó Shakespeare.
Esta leyenda se basa en la muerte del rey inglés Ricardo
III, cuya derrota en la batalla de Bosworth fue inmortalizada por el célebre
verso, “¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!” Enrique, conde de
Richmond, le disputaba el trono, dentro de lo que se conoce como Guerra de las
dos rosas.
La mañana de la batalla, Ricardo envió a un palafrenero a
comprobar si su caballo favorito estaba preparado pues deseaba cabalgar al
frente de sus tropas. Pero el caballo estaba sin herraduras, pues el herrero se
había pasado todo el día herrando caballos y se le habían acabado las
herraduras. El palafrenero le instó a que le pusiera inmediatamente herraduras
al caballo del rey.
El herrero se puso manos a la obra. Con una barra de hierro
hizo cuatro herraduras, las adaptó a los cascos del caballo y empezó a
clavarlas, pero descubrió que le faltaban dos clavos para la última herradura y
le dijo al palafrenero que necesitaría algún tiempo para fabricarlos. El
palafrenero impaciente le instó a que terminase inmediatamente, así que el
herrero fabricó un solo clavo pensando que por la falta de un clavo, aunque la
herradura no quedara tan firme, no iba a pasar nada.
Los ejércitos chocaron, y Ricardo estaba en lo más fiero del
combate. Cabalgaba de aquí para allá, alentando a sus hombres y luchando contra
sus enemigos. De pronto, Ricardo vio en lontananza que algunos de sus hombres
retrocedían. Y si los demás lo veían sería una desbandada generalizada. Así que
Ricardo espoleó su caballo y galopó hasta llegar a los que huían ordenándoles
volver a cerrar la brecha.
En medio de aquel combate, su caballo perdió la herradura,
tropezó y cayó y con él Ricardo y antes de que pudiera volver a subir, el
caballo asustado huyó dejando al rey sin montura. Ricardo miró en derredor. Vio
que sus soldados huían, y las tropas de Enrique lo rodeaban. Agitó la espada en el aire.
-¡Un caballo! -gritó-. ¡Un caballo! ¡Mi reino por un
caballo!
Pero no había ningún caballo para él. Su ejército se había
desbandado. Ricardo, fue rodeado por el enemigo y allí murió perdiendo
la batalla, el reino y la vida. Y desde entonces se canta en Inglaterra una
famosa canción que ha trascendido fronteras y ahora es conocida por todo el
mundo:
Por falta de un clavo se perdió una herradura,
por falta de una herradura, se perdió un caballo,
por falta de un caballo, un caballero
por falta de un caballero, se perdió una batalla,
por falta de una batalla, se perdió un reino,
y todo por falta de un clavo de herradura.
Ocurre a menudo que cuando alguien tiene entre manos algo
que hacer, pero le parece de poca importancia, hace como el herrero de esta
historia, no lo realiza porque no tiene importancia. Pues sí la tiene, todo
tiene importancia, todo suma, y grano a grano se hace granero.
Y también ocurre sin embargo, que cuando alguien tiene entre
manos un asunto de mucha importancia, se esmera en hacerlo y se agobia porque,
parece que a pesar de todo, la cosa no va a salir, bien porque fallan otros,
bien porque a pesar de todo, el asunto en cuestión parece sobrepasar nuestras
capacidades. Yo, en casos semejantes, no dejo de recordar las palabras del rey
Carlos VII a aquel oficial que acudió a él apesadumbrado por que veía que algo
importante no iba a salir y Carlos VII le respondió:
“Haz
lo que debes y que sea lo que Dios quiera”.
Sabio consejo que más de una vez deberíamos recordar en
situaciones semejantes. Hacer lo que se debe y dejar lo demás en manos de Dios
que, si Él quiere, saldrá. Es un consejo lleno de sabiduría y que ayuda a
conservar en todo momento la paz interior.
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