por José Bustinza
Un palancari en Oyartzun. (Jesús Elósegui Irazusta, fuente, CC) |
“Siempre supe que Miguel Ignacio había sido asesinado” es la única
frase que he conseguido escribir sobre la historia de mi tatarabuelo Muguerza.
Con ella debe comenzar uno de los relatos familiares en los que crecí.
Cuenta Santacruz, aquel cura y
guerrillero de la Tercera, que el Muguerza era gran amigo suyo (adisquide aundi
bat) “hombre honradísimo y muy querido en
toda la provincia (de Guipúzcoa)”. Fueron gente de su misma sangre, los
liberales de Tolosa, quienes acabaron con su vida. Pagó no querer delatar a su
amigo. Lo fusilaron en su caserío Urdapilleta de Beizama junto a su vecino
Labaca (abuelo que sería del obispo). Por alguna razón, los hijos varones
Muguerza emigraron a Ecuador después de estos hechos, al mismo lugar en el que
un siglo después el obispo Labaca fue asaeteado por los indios. En algún
momento de la obra ambos sucesos, ambos martirios, se mezclarían.
Pero nunca he conseguido escribir
la segunda frase.
Miguel Ignacio, además de amigo
de sus amigos y carlista y grande y fuerte, practicaba una modalidad deportiva
de los denominados “deportes populares” (herri kirolak). Ésos que han
practicado siempre las gentes de caserío que suponen convertir sus afanes
diarios en una competencia. Él era palancari. Antonio Arrúe lo cita en un texto
de Euskaltzaindia como uno de los más populares, que casualmente alternó en la
campa con varios otros palancaris de mismo nombre. Como en los toros se
repetían los cayetanos, en la palanca los Miguel Ignacio –dice. El juego (en
vascuence la misma palabra se usa para juego y deporte) consistía en arrojar
una barra de hierro lo más lejos posible, y el teatro crecía alrededor del
desafío en forma de expectativas y apuestas.
En 1873, a la vez que la sangre
de mi abuelo corría por entre las tablas del suelo, su mundo, languidecía. Así,
gota a gota, el mundo de los que tiraban la palanca se apagó.
Una mañana de 1956 salió el sol,
y un chaval llamado Miguel de la Quadra-Salcedo, de familia carlista (¡qué
casualidad!) tuvo la ocurrencia de arrojar la jabalina, la modalidad atlética
que practicaba, como le contaba uno de Ceánuri que hacían los antiguos
palancaris con sus barras. El resultado fue que batió el record del mundo que
tenía un noruego en 85,71 m. lanzando a 112,30 m. casi veinte metros más. Su
federación, asustada, anuló la marca por lo heterodoxo de la técnica y
redactaron nuevas normas. Miguel, adaptándose a ellas pero utilizando la misma
técnica, volvió a batir el record del mundo. Si el navarrico hubiera sido del
país de Fosbury (¿cómo es? ¿Fosburyland?), el final de la historia sería
distinto, pero siendo español, la federación decidió impedir cualquier cambio y
anular para siempre –y con carácter retroactivo- ese estilo, por eficaz que
resultara una innovación… tan tradicional.
En ocasiones me da por acordarme
de ese abuelo y de estas cosas, y se me ocurre pensar que quizá las soluciones
a los problemas de España las hemos tenido los españoles siempre con nosotros.
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