“En esta hora de turbación, de que no escapan
ni los más altos, unos grupos de españoles, fieles a los valores de unidad y de
continuidad de la historia de España, han querido restaurar la propia fortaleza
en una hora de vecindad con las cenizas de los Reyes, cuya obra vive y vivirá
en la realidad nacional para comulgar en su recuerdo y nutrirse de cara al
porvenir en la más viva sustancia del pasado”
(Eugenio D`Ors. Febrero de 1931)
Si la dinastía ilegítima que ocupa el trono
en la actualidad cayese y se convirtiera en cenizas, no seré yo quien derrame
por ella lágrima alguna. Lloraré por España porque el advenimiento de una
República, a la vista de las experiencias históricas y del carácter de nuestros
compatriotas, abriría un período aún más inquietante y peligroso para la
estabilidad socio política y la unidad de nuestra Patria.
Nunca
me he considerado monárquico porque lo considero un reduccionismo. Soy español
y trato de ser práctico y por ello soy tradicionalista, y como tal, soy
carlista. Por todo ello, inevitablemente, asumo la monarquía como una
institución muy conveniente para España. No hay pasión alguna por tanto en mi defensa de la monarquía. En mi falta de
entusiasmo y sin remontarme a otros reyes nefastos, pesan los errores tan
graves y burdos que Juan Carlos ha cometido durante su reinado admitiendo,
con su inoperancia política y con su sanción real, los ataques directos a la
vida, la familia y a la unidad de España. No acuso a humo de pajas al Jefe del Estado. Con todo el poder en sus manos
a partir del 20 de noviembre de 1975 y con el limitadísimo poder pero sobre
todo con la autoridad (auctoritas) que le permite ejercer la Constitución de
1978 (vid. el Título II), el Jefe del Estado tiene su correspondiente cuota de
responsabilidad en el holocausto del aborto, la devastación del divorcio, la
degradación de la pornografía, el otorgamiento de competencias delicadísimas a
las comunidades autónomas con intenciones separatistas, etc. Desde que se
aprobó la Constitución firmó (sancionó) todo lo que se le puso encima de la
mesa. Es cierto que este texto legal le arrebató toda función ejecutiva
directa; no se le permitió –él no hizo nada por ello- tener un consejo del
reino que pudiera asesorarle y hacer de contrapeso a los posibles excesos de
las instituciones del Estado: parlamento, gobierno... Pero si al menos hubiera practicado desde
1978 lo que el artículo 56.1 de la Constitución establece, “arbitrar y moderar
el funcionamiento regular de las instituciones”, siempre como amparador de los
débiles, del pueblo llano, estoy convencido que la inercia política de España
hubiera sido muy distinta. Porque todos los presidentes y todos los gobiernos
de cualquier color hubieran sabido, desde el primer momento, que con Juan
Carlos en el trono no se hubieran podido aprobar determinadas leyes jamás.
Hubiera bastado que, en julio de 1981, cuando Leopoldo Calvo Sotelo le puso a
la firma la Ley del Divorcio, Juan Carlos le hubiera dicho que no iba a
sancionarla. Bastaría que hubiera actuado al menos con la mitad del celo que
puso para neutralizar meses antes el golpe de Estado: “lo siento Leopoldo, no
voy a sancionar esta ley y te lo dije hace meses; soy el rey y mi obligación es
moderar el funcionamiento del parlamento español que no puede legislar contra
el hombre, contra el matrimonio ni la familia, ni contra España”.
Alguien puede pensar que eso es utópico en
una monarquía parlamentaria y que la realidad jurídico-constitucional impediría
haber actuado así. Lo dudo mucho porque en la vida política se hacen y se dicen
muchas cosas, por parte de muchas personas, antes de que se aprueben las
normas. En todo caso, como carlistas, debemos de ser prácticos y, ante una
eventual y futurible reforma constitucional, cabría aprovechar para abogar por
un perfeccionamiento de la figura del monarca a través de la introducción, por
ejemplo, de la institución del consejo del reino como órgano asesor del rey que
le permitiera ejercer mejor su papel como moderador de las instituciones. Y
siempre y en todo caso, debemos de seguir defendiendo y difundiendo la
monarquía legítima en su origen y sobre todo en su ejercicio.
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