por Carlos Ibáñez Quintana
La abdicación de D. Juan Carlos
está dando lugar a discusiones y manifestaciones que demuestran las ideas tan
confusas sobre la Monarquía que hoy
circulan.
La Monarquía se basa en una
familia consagrada al servicio de un pueblo, en nuestro caso España. De esa
familia salen los Reyes designados por una ley sucesoria.
Luego los Reyes ejercen un poder
recibido de Dios. Pero la designación es cosa de la ley sucesoria.
Claro que la familia supone una
sangre. Pero no es la sangre lo fundamental en la monarquía, sino la familia.
Pertenecer a la familia supone que desde que nacen sus miembros reciben una
preparación cuyo fundamento es el sacrificio al servicio de la Patria.
Cierto es que con los siglos, la
familia real ha adquirido un carácter de sagrado. Pero ese carácter es algo
sobrevenido. Derivado de los beneficios que ese servicio ha proporcionado al
pueblo. La lealtad de los súbditos llega al extremo de estar dispuestos a dar
la vida por el Rey.
En las polémicas que se vienen
desarrollando estos días, los contrarios a la monarquía proclaman que el poder
(el casi nulo poder) se lo otorga al Rey la voluntad popular. La voluntad de
éste momento. No la voluntad manifestada a lo largo de los siglos con el
servicio mutuo, del Rey al pueblo y del pueblo al Rey, sin necesidad de urnas
ni campañas electorales dirigidas por los asesores de imagen. Y el caso es que
ninguno de los políticos que se manifiestan defensores de la Monarquía se ha
atrevido a exponer el verdadero fundamento de la misma. Si el poder viene del
pueblo expresado mediante el sufragio inorgánico, con validez para una
generación, nos están dando razón a los carlistas que proclamamos se trata de
una república coronada.
Y de una república coronada se
tiene que tratar, puesto que no puede ser monarquía. Al trono llegó esta
familia mediante una usurpación, apoyada por grupos capitalistas y un ejército
manipulado, que se atribuyeron la representación del pueblo.
La restauración en la persona de
uno que se proclamaba “como sus antepasados buen católico y como hombre de su
tiempo liberal”, era la prueba evidente de que aquello era una farsa. Si se es
católico, no se puede ser liberal. A no ser que no se sepa exactamente qué es
ser católico y qué es ser liberal. No se
puede creer en Dios, para luego encerrarle en un armario. Que eso es el
liberalismo.
El abandono de España en manos de comité revolucionario
que ningún apoyo democrático ostentaba, supuso una pérdida total de derechos.
Suponiendo que los hubieran tenido.
La postura de D. Alfonso y su
sucesor D. Juan reclamando para sí el Trono, al pueblo que, con su sangre, se
había librado de la esclavitud a la que el primero le había entregado, es un
sarcasmo. Aunque la mayor parte de los españoles lo pasasen por alto. Lo que
graciosamente habían entregado a incapaces de gobernar a España, ahora lo
reclamaban altaneramente a los que habían recobrado España a costa de grandes
sacrificios.
Los que para mantenerse en el
trono pactan con los que no creen que el poder viene de Dios, se atribuyen un
derecho de origen divino. Algo que nunca fue doctrina tradicional española.
Pues no es lo mismo defender el origen divino de la realeza (lo que es falso)
que el origen divino del derecho.
Por eso nos parece que el acto de
D. Juan, traspasando sus poderes a su hijo, que ya ocupaba el Trono por
designación de Franco, constituyó una ridiculez supina.
¿Qué tenía D. Juan que él pudiera
traspasar? Cualquier cualidad o condición que hoy sus partidarios puedan alegar
es negada por los que mantienen en el Trono a sus descendientes.
Los carlistas somos monárquicos,
del único modo que se puede ser. Porque la monarquía actual no es más que una
república coronada. Y todo lo que pudieran alegar los defensores de la
monarquía, como los Sres. Ussía y Ansón (por concretar) es pura superstición.
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