Ante el olvido de los
justos, recuerdo y homenaje a Antonio Aparisi en su bicentenario.
por Antonio Colomer
Viadel, catedrático de Derecho Constitucional
En el día de hoy, 29 de marzo, se
cumple, justamente, los 200 años del nacimiento en Valencia de Antonio Aparisi.
Hace 21 años, en 1994, escribí un libro titulado “La exigencia moral en la
política: Antonio Aparisi y Guijarro”. Mi fascinación por el personaje no sólo
se debe a mi vínculo familiar sino a una trayectoria excepcional de hombre,
político, parlamentario y abogado, de una honradez e integridad incorruptible,
que provoca el elogio incluso entre sus adversarios políticos.
Ahí están los testimonios del
Conde de Romanones, Posada Herrera o Emilio Castelar, que fue Presidente de la
Primera República, y alabó de forma apasionada a Aparisi como abogado
extraordinario y uno de los mayores oradores parlamentarios de la España del
siglo XIX. Castelar llegó a decir que si pudiera elegir entre sus antagonistas
ideológicos a alguien como Fiscal General del Reino, con la seguridad de que
los derechos de todos los españoles estarían plenamente garantizados, sin lugar
a dudas, elegiría a Antonio Aparisi.
Fue Diputado y Senador por
Valencia y por Guipúzcoa, pero, ante todo, fue un hombre independiente, sin
partido –sólo al final de su vida ante la corrupción y degradación moral de
Isabel II y su Corte, apoyará al Pretendiente carlista-, implacable ante la
injusticia y la mentira, abogado de los pobres y republicanos perseguidos, -¡él,
que era católico y monárquico sustancial!- y denunciador de corrupciones y
fraudes electorales y políticos, tan frecuentes en la época. En cierta medida,
fue la conciencia moral de un pueblo y sus palabras y vida son aldabonazos en
la sociedad en que vive, tal como lo hicieron en los tiempos antiguos, Diógenes
o Catón.
Algunas de sus ideas –la
preocupación social, el clamor por la justicia, la descentralización y el
arraigo local y popular en la participación política- tienen resonancias muy
vivas y actuales.
En una sociedad tan cainita como
la española y en una época de banderías violentas, en medio del falseamiento y
fraude generalizado de la vida política, destaca la ejemplaridad de aquel
hombre íntegro.
En un discurso que pronunció en
el Congreso de los Diputados el 4 de julio de 1865, en los años previos a la
caída de Isabel II, y haciéndose eco del desaliento que la situación del país
le provoca, exclama: “Algunas veces, abatido, una voz secreta me decía,
cállate, ¿por qué hablas? Hasta ahora tuviste la fortuna de no odiar a nadie,
no sigas en peligro de odiar; hasta ahora tuviste la fortuna de no hacer daño a
nadie, no sigas en peligro de hacerlo… cállate, ¿por qué hablas, pues? Es
verdad, contestaba yo; pero ¿y la conciencia?”.
Esa fidelidad a los valores
éticos y a la exigente conciencia es un rasgo irrenunciable de Aparisi, para el
que ningún valor humano le es ajeno, sea cual fuere su origen, y muchas de
cuyas reflexiones tienen una actualidad impresionante.
En medio de esta triste
indiferencia e ignorancia sobre su figura y su obra en nuestra ciudad y nuestro
país, una excepción ha sido la del profesor Carlos Flores que hace unos días
(ABC, 25-3) evocaba su figura y utilizó el hábil argumento de poner en boca de
algunos personajes actuales preguntas y respuestas que en realidad eran de
Aparisi. Sirva de muestra alguna cita “cuando Albert Rivera se pregunta ¿hay
elecciones? Las quiero libres. ¿Ha de haber diputados? Los quiero de todo punto
independientes. ¿Tenemos diputados de todo punto independientes? Pues yo los
quiero incorruptibles. O cuando Alberto Fabra, en relación con la Ley de Señas
de Identidad hubiera declarado que “Valencia sin sus tradiciones sería como un
pueblo salido del hospicio”. Y que el Papa Francisco escribiera “cuando el
hombre-Dios nos dijo sed buenos, nos dijo sed libres. Por eso tenemos hasta la
obligación de ser libres los cristianos… pues Dios no pudo querer que besáramos
como siervos el pie de un déspota o adulásemos como siervos la ira del
populacho”. A continuación, el profesor Flores, aclara que el autor de estas
reflexiones, en realidad, se llamaba Antonio Aparisi y Guijarro, y era hijo de
esta tierra.
También tendríamos que
preguntarnos por qué no elegimos a los mejores, a los más fieles cumplidores de
sus deberes profesionales, familiares, políticos, más allá de servilismos
partidistas. Una civilización de sujetos éticos retomaría el clásico juramento
de Hipócrates para los médicos, pero que sirve para todos los oficios y
profesiones, en cuanto a la autoexigencia de rigor profesional, de dedicación
plena, de precio justo, y de lealtad a discípulos y pacientes. Si ese entramado
de deberes fecundara nuestra sociedad, emanaría del mismo la plenitud de
nuestros derechos de forma natural, sin griteríos y aspavientos. Este es el
desafío de los justos ante la conspiración de la infamia en la que estamos
sumergidos. Este es el ejemplo de Aparisi en esta España de final del milenio –escribí
en el prólogo de mi libro-, en donde la política pareciera entenderse como
botín y las
parcelas de poder se defienden a dentelladas, como fieras hambrientas que no
quieren renunciar a su presa. Aquella exigencia moral de Aparisi es lección de
pedagogía cívica que urge rescatar e incorporar a nuestras costumbres
ciudadanas.
0 comentarios:
Publicar un comentario