Artículo publicado en el diario ABC
Orquestar un festival separatista
en torno a una ofrenda floral a Rafael de Casanova resulta tan irrisorio como
orquestar un congreso sobre la castidad en torno a una ofrenda floral a Giacomo
Casanova. Pero, siendo España un país desnaturalizado que provoca hilaridad, no
podían los catalanes elegir mejor modo de demostrar ante el mundo su
españolidad irreductible que organizar festivales hilarantes. Rafael de
Casanova, que presidía el Consell del Cent de Barcelona allá por 1714, era un
patriota español que decidió mantener la fidelidad al archiduque Carlos,
después de que los perros ingleses y holandeses abandonaran su causa. Para que
podamos calibrar lo que Rafael de Casanova y los catalanes que resistieron al
ejército francés tenían en común con los gachós y las gachises del separatismo
catalán podemos recordar, por ejemplo, aquel bando de agosto de 1714, en el que
la ciudad de Barcelona hacía votos de «rezar públicamente el rosario en las
plazas», en señal de arrepentimiento por haber confiado en los herejes ingleses
y holandeses que no habían cumplido sus compromisos. O aquel pregón del mismo
11 de septiembre de 1714, dado a las tres de la tarde, en el que se exhortaba:
«Todos los verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a
los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su
Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».
Rafael de Casanova, como todos
los catalanes de entonces, que aún no habían sido desnaturalizados por el virus
romántico que los mutaría en separatistas (al modo en que el Vengador Tóxico
muta después de caer en un barril de residuos radiactivos), derramaron la
sangre por el rey que juzgaban legítimo y por España, a la que consideraban
sojuzgada por la dinastía borbónica, que había sido apoyada por el francés (al
que, casi un siglo después, los catalanes volverían a batallar heroicamente).
Rovira i Virgili, que era nacionalista furibundo pero no se chupaba el dedo, en
su Historia dels Moviments Nacionalistes, se esfuerza por desvincular la causa
que defiende de los acontecimientos de 1714, de los que abomina porque sabe que
fueron protagonizados por hombres que creían en la unidad católica de España:
«Esta es una línea que pasa por el movimiento catalán de la guerra contra
Francia, después por la guerra de la Independencia y va a parar a las guerras
carlistas. En realidad, los herederos de 1640 y de 1714 son los carlistas de la
montaña catalana». No hace falta añadir que Rovira i Virgili sostenía también
que «las guerras carlistas tenían que ser borradas de la memoria de la gente
catalana, cual si nunca hubieran existido».
Y es que Rovira i Virgili sabía
que, para independizarse, Cataluña debía olvidar su verdad histórica. Esta obra
hija del odio (como la definió Prat de la Riba) se logró borrando de la memoria
de los catalanes su tradición política (que, «si en conservar sus privilegios
era tenacísima, en servir a sus reyes era sin ejemplo extremada», como escribió
Tirso) y adoptando conceptos políticos foráneos, hijos de las revoluciones
liberales introductoras del veneno de los nacionalismos en Europa, que cifraban
la existencia de una nación allá donde hubiese una colectividad dispuesta a
reivindicarla, sin otra soberanía que la emanada de sus miembros. Este es el
veneno desnaturalizador que, a la postre, ha llevado a los catalanes a
orquestar hilarantes festivales separatistas manipulando la memoria de los
patriotas de 1714; pero no es menos hilarante que desde Madrid se trate de combatir
esta desnaturalización presentando el veneno que la causó como antídoto. Rovira
i Virgili se estará descojonando, allá en el purgatorio.
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