Por Carlos Ibáñez Quintana
Hoy, fiesta de San Francisco de
Borja, me ha venido a la memoria una historia que me contaron en mi juventud.
En el grupo carlista de Bilbao al
que me incorporé, había un señor de quien aprendí mucho. Tenía dos hermanos
frailes en la Argentina. Y uno de ellos le había contado el episodio que
relato. Que, a su vez, él había recibido de un anciano hermano en religión.
El religioso en cuestión, había
atendido espiritualmente en sus últimos días a un antiguo oficial carlista. Se
trataba de un aristócrata, descendiente de San Francisco de Borja, militar de
carrera. Con tales antecedentes, descendiente de un santo y militar con
conocimientos de su profesión, los carlistas le recibieron con los brazos
abiertos. Tuvo acceso a la persona del Rey. Lo que no sabían los carlistas es
que se trataba de un masón.
El encargo que llevaba de la
secta, era conseguir de D. Carlos que se prohibiera a los voluntarios portar
sobre el uniforme signos religiosos. Especialmente los “detente”. También el
rezo del Santo Rosario, práctica común en todas las unidades, especialmente
durante las marchas.
Alegaba como razón la
prohibición, vigente en los ejércitos, de portar insignias sobre el uniforme,
fuera de las reglamentarias indicadoras del grado y de las condecoraciones.
Respecto al rezo del Santo Rosario, lo reputaba como algo mujeril.
No tuvo éxito. De haberlo tenido,
podemos imaginar lo que hubiera supuesto en un ejército formado por voluntarios
que habían acudido a defender la Bandera de Dio, la Patria y el Rey.
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