por Rodrigo Menéndez Piñar
En la situación actual la
autoridad política es absoluta. No hay una referencia objetiva que la oriente,
que la fundamente en unos principios propios de la naturaleza del hombre, que
establezca su fin propio o los límites de su ejercicio. No hay una referencia
objetiva porque el fundamento está puesto en la propia autoridad constituida,
ya sea en sí misma, ya sea por delegación popular, y por eso es absoluta.
Sintetizando mucho podemos decir
que con el Enciclopedismo y el Liberalismo, que triunfaron en la Revolución
francesa y se extendieron por todo el mundo con las bayonetas de Napoleón, la
concepción de la política y de su fin propio, el bien común, quedaron
transformados en su misma esencia. Ya no sería propio de la política promover
la virtud y el desarrollo de la naturaleza humana abierta a la gracia, sino más
bien establecer una serie de pactos de derechos y deberes que en el mejor de
los casos asegurasen el mutuo respeto de las libertades de cada uno. En el
fondo se trataba de asegurar el ejercicio de las “libertades modernas” [1]
como derecho de cada individuo. Para que esto pudiese ser aceptado por todos,
necesitaba ser revestido con un lenguaje atrayente y aparentemente justo y
digno del hombre, que mostrara la madurez de los nuevos tiempos. En el centro
de este intento está la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789. El principio básico del que parte esta política es la concepción de
que el origen del poder está en el pueblo, y de que los gobernantes ejercen su
potestad por delegación de éste. La potestad política tiene su origen en la
voluntad popular.
De una u otra forma esta
enseñanza está detrás de todos los movimientos llamados “laicistas” que se
destacaron en el siglo XIX. Mucho lo sufrieron las antiguas naciones católicas.
Pero la maldad de estos movimientos no está en su voluntad ateísta o en su
intención antieclesíastica, sino en sus fundamentos aparentemente buenos.
Prueba de ello es que el mismo Magisterio al condenar el liberalismo, advirtió
que el más pernicioso era aquel llamado “liberalismo
católico”, precisamente por la confusión que genera en los fieles [2].
La Iglesia siempre se opuso a las doctrinas liberales y recordó que la doctrina
católica “pone en Dios, como en principio
natural y necesario, el origen del poder político” [3].
En este artículo nos proponemos
expresar sucintamente la doctrina verdadera acerca de la autoridad política.
Para esto nos basamos en el orgánico desarrollo del Magisterio en los siglos
XIX y XX que surge como respuesta ante la progresiva penetración del
liberalismo en la sociedad. En un segundo momento pasaremos a analizar el fruto
de estas doctrinas en dos de las declaraciones universales de derechos humanos,
a las que apelan como argumento de autoridad legítima, tristemente, muchos
católicos.
AUTORIDAD POLÍTICA
Por su naturaleza social, el
hombre solo no puede alcanzar sus fines propios, tanto naturales como
sobrenaturales. Necesita de esa unión y asociación con otros hombres para su
propia perfección. Ahora bien, una sociedad no puede realizarse como una
amalgama de individuos, una mera suma de hombres, en la que no exista una
autoridad que dirija a la sociedad misma como ente social hacia sus fines
propios. Es necesario que en la sociedad civil haya quienes gobiernen a la
multitud. Solo así se conseguirá unir “las
voluntades de cada individuo, para que de muchos se haga una unidad y las
impulse dentro de un recto orden hacia el bien común” [4].
Contra esta doctrina, pacíficamente vivida por todas las sociedades, y
defendida por la Iglesia como custodia del derecho natural, alzarán su voz los
postulados liberales.
La Iglesia siempre ha defendido
la igualdad de naturaleza de cada persona, sea hombre o mujer, pero a la vez ha
afirmado la desigualdad que conlleva la jerarquía natural sobre la que se
construye la sociedad. Jerarquía que comienza en la familia, en la que los
hijos están subordinados a los padres, y que culmina en el Estado como ente
perfecto, pasando por todo un arco de cuerpos intermedios que forman el tejido
social. Sin estos cuerpos intermedios, el Estado se convierte en absoluto
frente a los individuos desprotegidos, y comienza a determinar cómo debe ser la
sociedad. Así se acaba construyendo una sociedad artificial guiada por el
gobernante, y no es el gobernante la coronación de una sociedad desarrollada de
manera natural y orgánica. Pero la sociedad es natural en el hombre y mediante
ella consigue sus fines propios. Que sea natural quiere decir que tiene un
origen divino, plasmado en la naturaleza del hombre y que no es fruto de un mero
pacto social.
Sin embargo, como ya hemos
apuntado, en la concepción liberal la sociedad es fruto de un pacto voluntario
que hace el hombre. Desde el principio de inmanencia típico de esta mentalidad,
se defiende que todos los hombres son iguales y libres, tienen los mismos
derechos. El hombre es autosuficiente, y por tanto, deberá buscar el bienestar
personal sin lesionar la fraternidad con los demás. Para asegurar esto deberá
pactar socialmente y así asegurar el ejercicio de la propia libertad de cada
individuo, que por derecho se gobierna a sí mismo.
“El principio
supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la misma
manera que son semejantes en su naturaleza especifica, son iguales también en
la vida practica. Cada hombre es de tal
manera dueño de sí mismo que por ningún concepto está sometido a la autoridad
de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje en
cualquier materia. Nadie tiene el derecho a mandar sobre los demás. En una
sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la
voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único
que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige a las personas a las
que se ha de someter. Pero lo hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto
el derecho de mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para
ser ejercida en su nombre. Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no
existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya
aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible
imaginar un poder político cuyo principio y fuerza y autoridad toda para
gobernar no se apoyaran en Dios mismo” [5]
Según
esta concepción se cierra la puerta a los fines propios de la política. No hay
referencia al bien, ni a la virtud que perfecciona al hombre, y mucho menos a
Dios al que se debe reconocimiento como firme cimiento de todo orden civil.
“Es la misma
naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos
medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las
leyes de Dios […]. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que
pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas […]. Además, los
gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de
procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad
y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu” [6].
Pudiera
parecer que la exaltación del hombre que hace el liberalismo le lleva a su
plenitud, o al menos a la plenitud que cada uno quiere para sí. La realidad es
muy distinta. La voluntad popular se impone como norma sobre todos los
individuos de la sociedad. Cerrado sobre sí mismo, el hombre sólo aspira a los
bienes perecederos según el capricho de su voluntad, suponiendo su bondad innata
al estilo de Rousseau. Presa de las malas inclinaciones del pecado original y
habiendo cerrado la puerta a la gracia, el mejor papel que jugará la autoridad
es mantener una cierta estabilidad evitando el conflicto de intereses
personales de los individuos. Además, precisamente por la inclinación al mal,
la autoridad tenderá a controlar las decisiones del pueblo para oritentarlas a
su favor, y a la vez intentará cubrir las necesidades de las personas para
evitar la protesta. Unido a la globalización, todo esto supondrá la dirección
del Mundo según los poderosos, y el hombre reducido a animal, pues come y
duerme, pero no busca ni la virtud, ni el bien, ni el bien último y definitivo,
Dios mismo.
DECLARACIONES DE LOS DERECHOS
HUMANOS [7]
Todo lo dicho hasta ahora puede
resultar algo evidente e incluso burdo. Por la manera de presentarlo, a ningún
cristiano se le ocurriría defender las tesis liberales. Sin embargo,
desgraciadamente esto no es así. Vamos a ver brevemente dos grandes documentos
considerados cimas de la madurez e iluminación del hombre, en los que por fin
se superan las antiguas supersticiones subyugantes del pasado, y se alza bien
alto el estandarte de la libertad. Documentos a los que se apela como
dogmáticos.
En 1789 se aprueba la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano por la Asamblea Nacional
Constituyente francesa. Representa uno de los grandes y genuinos hitos de la humanidad
madura y adulta, y uno de los excelentes frutos de la Revolución francesa,
incluso para aquellos que condenan toda violencia provocada en esos años
turbulentos. En su artículo 3º dice: “El
principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo,
ningún individuo, pueden ejercer una autoridad que no emane expresamente de
ella”. Este principio nos coloca directamente en la doctrina liberal, de la
cual se sigue que la autoridad está en la soberanía popular. La única
referencia objetiva para legislar y gobernar es precisamente la voluntad
subjetiva de la Nación, teóricamente fundada en la voluntad popular, pero en la
práctica dirigida por los intereses de unos pocos. Si con una autoridad bien
constituida, conforme a la ley natural, es fácil tender al abuso de poder, cuánto
más cuando lo haces como “legítimo” ejercicio de la potestad. Esto significa la
justificación jurídica para conducir a las personas por dónde y cómo uno
quiera.
En 1948, después de la tremenda
convulsión que produjo la Segunda Guerra Mundial, la Asamblea General de las
Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre como
conjunto de principios y normas que dan garantía a la persona frente a los
poderes públicos. La influencia en la política internacional y nacional es
inmensurable [8]. Este
gran documento, sublime cumbre de las aspiraciones del hombre por la paz y la
justicia, por la libertad, igualdad y fraternidad, por la solidaridad, el
talante y la ciudadanía, dice en su artículo 21, 3 [9]:
“La Voluntad del Pueblo es la base de la
autoridad del poder público […]”. De nuevo, con este principio director,
todo lo demás quedará relativizado. No cabrá afirmación verdadera por
naturaleza, sino que dependerá de lo considerado por la voluntad popular ejercida
a través de los gobernantes. Ya puede la ley establecer que toda persona tiene
derecho a la vida, que toda sentencia quedará interpretada a partir del
principio liberal.
Estos hechos no son conjeturas
posibles, sino que los hemos sufrido y los seguimos sufriendo. Sin una
referencia a la ley natural, sin un principio objetivo del que se desarrollen
disposiciones para la vida de la sociedad, es imposible que el fin propio de la
política, el bien común, se alcance. Sin una justificación en la naturaleza, en
las leyes de Dios, ¿en virtud de qué se va a legislar? Teóricamente será el
consenso universal de todos mediante la participación democrática. Nada
impedirá ir contra el bien y defender el mal. Análogamente a como el hombre
tiene necesidad moral de la fe para conocer todas las verdades naturales y
tiene necesidad moral de la gracia para hacer siempre el bien evitando la
tentación, la sociedad necesita de la ley divina para vivir conforme a la
virtud. El fin mismo de la sociedad se verá tergiversado, más pronto que tarde,
si no hay referencia a Dios y a su ley. El mito de la sana laicidad es falso,
es el mayor engaño político. La democracia cristiana es disolvente y el estado
laico-cristiano una ilusión envenenada.
“Sobre la fe en
Dios genuina y pura se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos
de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para
reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o
tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. […]El
solidarizar la doctrina moral con opiniones humanas, subjetivas y mudables en
el tiempo, en lugar de anclarlas en la santa voluntad de Dios eterno y en sus
mandamientos, equivale a abrir de par en par las puertas a las fuerzas disolventes.
Por tanto, fomentar el abandono de las directrices eternas de una doctrina
moral para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida
en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir
del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos en las generaciones futuras” [10]
REFLEXIÓN OBLIGADA EN LA
SITUACIÓN ECLESIAL ACTUAL
Después de lo dicho, queda claro
que el fundamento de la autoridad política en la doctrina liberal es la
voluntad popular. La doctrina católica es bien distinta, pues pone el origen de
la autoridad en Dios mismo, es decir, en el orden querido por Dios en la
naturaleza. Este punto, siendo uno de los pilares de la concepción social del
hombre, no es el único que está envenenado. En su conjunto, la doctrina
expresada en las declaraciones es fiel reflejo de la doctrina liberal, que es
incompatible con la doctrina verdadera custodiada por la Iglesia. En muchas de
sus sentencias, el lenguaje es aun más engañoso, dado el contexto social en que
vivimos. Sin embargo, está claro que exponen toda una concepción del hombre y
su libertad, de la sociedad, de la naturaleza, de la visión filosófica y
teológica de la historia, de la moral, etc. totalmente contraria a la visión
católica. Esta visión fue combatida por el magisterio de Gregorio XVI, del Bto.
Pío IX, de León XIII, de San Pío X, de Pío XI…por citar a los más
representativos.
Después del Concilio Vaticano II,
en la praxis, muchas de las doctrinas llamadas “tradicionales” han sido
abandonadas por no ser acordes con la situación actual. Habría que preguntarse
si esto es legítimo, pues el mismo Magisterio que hemos citado es claro en la
permanencia de los principios fundamentales que expone, no susceptibles de
invalidez según los tiempos que corran. Aunque los tiempos sean adversos no por
eso hay que congraciarse con tales doctrinas liberales, sino, como decía Pío XI
“cuanto mayor
es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en
las conferencias internacionales y en los parlamentos, tanto más alta debe ser
la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y
defensa de los derechos de su real dignidad y poder” [11].
La valoración positiva (pese a
sus reservas que no quedan claras) que se lleva haciendo de la última
declaración de 1948 por parte de la autoridad eclesiástica, y recogida en el
Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, favorece la confusión y la
imposibilidad de reconstruir la Ciudad Católica en sus verdaderos fundamentos. Se
entiende la “diplomacia de supervivencia”, pero los principios sobre los cuales
se cree poder construir solo llevan, tarde o temprano, a la perdición. Habría
que preguntarse si la Realeza Social de Jesucristo es lo mismo que la
Civilización del Amor; si la constitución católica de los Estados es lo mismo
que la “sana laicidad”; si, en fin, el Magisterio citado en su valoración
social y política, siguiendo el actuar de la Iglesia desde siempre [12],
continúa siendo vinculante, o si por el contrario, debemos con-formarnos con la
situación hodierna. Innumerables católicos, en sus ansias por trabajar en el
campo social y político, parten desde los postulados liberales aun sin darse
cuenta.
Podemos encontrar, de manera
sintética, la visión de la Iglesia ante el liberalismo en el famoso Syllabus [13]
del Bto. Pío IX, junto con la encíclica que lo acompañaba Quanta Cura. La conciliación de la actuación de la política
eclesial con la visión actual, incluyendo las citadas acerca de la valoración
de la Declaración universal, no deja de plantear sus dificultades. No
entraremos en un tema que ha hecho correr ríos de tinta. Tan sólo, como muestra
de la confusión reinante, citamos un testigo de interés por ser considerado por
muchos católicos como figura eminente de la ortodoxia católica. El entonces cardenal
Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dijo comentando
los textos del Concilio Vaticano II (a título personal como teólogo, en el que
hace una valoración positiva del cambio político en el magisterio):
“Si se desea emitir
un diagnóstico global sobre este texto [Gaudium
et Spes], podría decirse que significa (junto con los textos sobre la
libertad religiosa [Dignitatis Humanae]
y sobre las religiones mundiales [Nostra
Aetate]) una revisión del Syllabus
de Pío IX, una especie de Antisyllabus.
[…] Contentémonos aquí con la comprobación de que el documento [Gaudium et Spes] juega el papel de un Antisyllabus y, en consecuencia, expresa
el intento de una reconciliación oficial de la Iglesia con la nueva época
establecida a partir del año 1789.” [14]
No toca a este artículo entrar a
analizar la solución al gran problema político moderno en el magisterio. Lo que
sí hacemos es lo que en las grandes crisis de la historia el corazón de los
cristianos solo acertaba a exclamar: ¡Veni,
Domine Iesu!… aunque hoy añadimos: ¡Sed
festina!
[1] Nos
referimos a todas las reivindicaciones que, en nombre de la libertad, se vienen
defendiendo desde la Ilustración: libertad de conciencia, libertad religiosa,
libertad de opinión, etc. Véase
a modo de ejemplo sintético LEON XIII,
Libertas praestantissimum, nn. 15-22. [Citamos según la numeración de Doctrina Pontificia II. Documentos
políticos, Madrid (BAC) 1958.]
[2] Cf. LEÓN XIII, Libertas praestantissimum, n. 14
[3] LEÓN
XIII, Diuturnum illud, n. 3
[4] Ibíd. n. 7.
[5] LEÓN XIII, Inmortale Dei, n. 10.
[6] LEÓN
XIII, Libertas praestantissimum, n.
14
[7] Haremos referencia solamente,
por motivos de brevedad y de importancia histórica, a las declaraciones de 1789
y 1948.
[8] Cf.
Constitución Española de 1978, art.10, 2.
[9] Más camuflado que en la anterior
declaración, el principio fundante de la autoridad es el mismo. Los efectos
nocivos los mismos, por mucho que se presente bajo capa de realización de cada
hombre en virtud de su participación política en el sufragio.
[10] PÍO XI, Mit brennender sorge, n. 34
[11] PÍO XI, Quas primas, n. 13.
[12] “La Iglesia ha procurado siempre
que esta concepción cristiana del poder político no sólo se imprima en los
ánimos, sino que también quede expresada en la vida pública y en las costumbres
de los pueblos. Mientras en el trono del Estado se sentaron los emperadores
paganos, que por la superstición se veían incapacitados para alcanzar esta
concepción del poder que hemos bosquejado, la Iglesia procuró inculcarla en las
mentes de los pueblos, los cuales, tan pronto como aceptaban las instituciones
cristianas, debían ajustar su vida a las mismas” LEÓN XIII, Diuturnum illud, n. 14
[13] Su
última proposición condenada se toma como el resumen de todo el documento: “El
Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el
liberalismo y la civilización moderna” PÍO IX, Syllabus, n. 80.
[14]
JOSEPH RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona (Herder) 1985, pp.
457-458.
Un gran artículo, muy esclarecedor y claro.
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