El genial Antonio Aparisi nos regaló una de esas definiciones que tanto ayudan a la formación de un pensamiento ordenado: “La libertad es el reinado de las leyes cuando las leyes son justas”. ¿Y no consiste la justicia, según afirma la sabiduría latina, en dar a cada uno lo suyo? Así pues, la auténtica libertad política solamente será posible cuando las leyes den a cada uno lo suyo; cuando la ley se adapte a cada sujeto, a cada cuerpo social, a cada persona física o jurídica; cuando toda ley se ajuste al espíritu que hizo nacer cada uno de los viejos fueros medievales: leyes ajustadas, leyes hechas a medida.
Cuando los carlistas unimos la idea de Fuero a la de Patria estamos dando un verdadero grito de libertad. El nacionalismo que surge de la revolución francesa empieza la casa por el tejado: exagera la libertad hasta tal punto que se ve obligado a crear, como contrapeso paradójico para que esa libertad desaforada no lo destroce todo, un estado-nación tiránico. Lo disfrazará de voluntad popular o de igualitarismo solidario, de café para todos o de moda “pret-a-porter”, pero lo que hace realmente es anular toda la riqueza y la complejidad que supone una sociedad viva. Ensalza una libertad intocable para anular las libertades concretas. Nos empobrece a todos. Nos hace esclavos de leyes incómodas e imposibles de amar. Y entre tanto la sociedad sufre porque cada una de sus partes, tanto las familias como las regiones, reclama en justicia “lo suyo”, su fuero, su ley buena.
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