lunes, septiembre 01, 2014
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Por encima de mitos, estereotipos y mentiras aduladoras la juventud es lo que es: una estación de la vida, unos años críticos en la trayectoria personal, una época en la que se completan los estudios, cuajan las vocaciones, se van trocando los exámenes escolares por las pruebas inevitables de la vida adulta. Los que miran al Carlismo desde los libros de historia se creen que los carlistas nacemos ya viejos. Nosotros mismos, por el contrario, en algunos momentos de euforia, hemos sentido hervir la sangre como si fuera nuestro Ideal un elixir para la eterna juventud. La realidad es que los carlistas, servidores de una tradición admirable -poseedora de aquella grandeza de las viejas catedrales que decía Valle-Inclán- somos gente normal. Hay entre nosotros niños, jóvenes, maduros y ancianos. Pero si se nos compara con otros movimientos políticos y si se revisan las fotografías de nuestras reuniones se verá que aún hoy en día conservamos los carlistas algo de "pueblo", un ambiente familiar, intergeneracional, en el que los jóvenes ocupan su puesto con aplomo y mucha normalidad. Otros movimientos, que nacieron o nacen como brillantes explosiones generacionales habrán sido útiles para hacer podas, revoluciones o escabechinas. Los jóvenes liberales, las idealistas comunistas, los fascistas futuristas, los hippies del 68, las tribus urbanas... todos los neos de las mismas viejas ideologías no sirven mas que para acometer tareas de derribo. Para construir la vida social, sin embargo, hace falta la perspectiva de jóvenes arraigados, patriotas de sus padres y abuelos, que no quieran ser meros ciudadanos de una generación sino eslabón de una cadena que las une a todas en el tiempo. La tradición política de Las Españas está ahora bajo mínimos, como una brasa que palpita bajo la ceniza y el frío. Se alzará cuando Dios quiera, pero no será por una moda juvenil sino obra de todos. Mientras tanto, tengan la edad que tengan, los carlistas seguirán manteniendo la esperanza de una España fiel a sí misma, sin partitocracia, en la que las políticas juveniles -y las educativas- dejen de lanzarse como los caramelos de los Magos y se acometan como parte de una política más amplia, ordenada, sostenible, difícil y por tanto ilusionante.

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