lunes, septiembre 02, 2013
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por Jorge Soley
(Publicado en Religión en Libertad)

Uno de los puntos en los que el Papa Francisco más ha insistido en los meses que han transcurrido desde su elección es en la atención preferente de la Iglesia hacia los pobres. Aunque la Iglesia nunca los ha olvidado, y ahí están miles de ejemplos para atestiguarlo, es cierto que durante las últimas décadas algunos han podido perder de vista esa solicitud por los pobres que siempre ha caracterizado a la Iglesia católica. A veces, incluso, mientras más se afirmaba retóricamente la “opción preferencial por los pobres”, la realidad era la contraria, dejando a los pobres abandonados a su suerte.

Un ejemplo que me parece clarísimo es el de la educación católica, principalmente responsabilidad de órdenes religiosas educativas (aunque también hay colegios parroquiales e iniciativas educativas impulsadas por laicos, normalmente vinculadas a movimientos de la Iglesia). Muchas de esas congregaciones religiosas se dedicaron, con celo encomiable, a la tarea de educar a aquellos que no tenían otras opciones para acceder a una sana educación que, en buena lógica, era también vigorosamente evangelizadora. Me vienen a la cabeza, aunque se pueden poner mil ejemplos, san José de Casalanz, san Juan Bautista de la Salle o san Juan Bosco. Estos santos y las congregaciones por ellos fundadas hicieron realidad ese amor por los pobres que Cristo nos enseñó.

Las cosas, no obstante, han cambiado de unas décadas para aquí. Por un lado, el Estado moderno se dio cuenta de que un medio magnífico de debilitar a la siempre molesta (sobre todo para los poderosos) Iglesia católica era arrebatarle la educación de las masas populares. Yo mismo he sido testigo de cómo en un pueblo de Cataluña en el que las necesidades de escolarización quedaban perfectamente cubiertas por un colegio de monjitas, la Generalitat decidía abrir un colegio público con el único fin de hundir al colegio religioso, considerado poco alineado con las políticas del gobierno de turno. Por otro, las congregaciones religiosas dedicadas a la educación, muchas de ellas entusiastas de ese “espíritu del Concilio” que Benedicto XVI denunciaba recientemente, veían hundirse sus vocaciones, que debían ser cubiertas con la contratación de laicos, que independientemente de su mayor o menor valía y adhesión a la misión de la congregación, necesitaban unos emolumentos para sostener a sus familias que incrementaban notablemente los gastos de estos colegios.

En paralelo a este proceso vino la aceptación entusiasta del sistema de conciertos, una trampa a través de la cual la mayoría de los colegios católicos vendían al menos parte de su independencia por un plato de lentejas que luego se ha visto que es mísero y menguante, pues no llega a cubrir ni la mitad del coste del profesorado. Eso sí, de pronto la identidad católica de los mismos se redujo en muchos casos a un pie de página en los folletos promocionales, dejando paso a la excelencia, palabra totémica que aparece por doquier y que nadie sabe exactamente en qué consiste.

En definitiva, la realidad es que los colegios católicos (no todos, claro está, pero sí una mayoría aplastante) ya no acogen a los pobres, que no pueden pagar un colegio concertado y quedan condenados a ir a colegios de titularidad estatal donde se les adoctrina en el escepticismo religioso, el relativismo filosófico, una visión maniquea y marxistizante de la historia y la sacrosanta ideología de género.

La actitud de la FERE ante la asignatura de Educación para la Ciudadanía aprobada por el gobierno Zapatero es altamente reveladora. El pacto fue sencillo: mientras no te metas con mis colegios, haz lo que quieras en los tuyos. O sea, que los hijos de los pobres, obligados a escolarizarse en los colegios estatales, eran abandonados en manos de un Estado que les inculcaba una ideología falsa e inmoral por aquellas órdenes nacidas para educarles y evangelizarles. Más de un fundador debió de retorcerse en la tumba, o mejor dicho, debió de contemplar con pena desde el cielo este modo de obrar que tanto daño hace a las almas de esos hijos de familias sin recursos.

¿Queremos de verdad hacer algo concreto por los pobres más allá de proclamar a los cuatro vientos lo mucho que les queremos? Volvamos a crear escuelas donde les podamos dar a sus hijos una educación que no corrompa sus almas. En el cielo habrá gran alegría.

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